jueves, 3 de enero de 2013

Ángela Merkel nunca fue una chica divertida



Enrique Ubieta Gómez
¿Cómo se forma un líder? Una muchacha introvertida, es empujada hacia la rebeldía anti-rebelde del conservadurismo. Parece no interesarle la política, en realidad no le interesa, entendida desde la perspectiva revolucionaria. Digámoslo de otra manera: los líderes del socialismo, no son los líderes del capitalismo y viceversa; lo mismo sucede con los héroes. Lo mismo sucede con el ciudadano ideal. Un comerciante mañoso, en el filo de lo ilegal, puede parecer, es, un tipo descentrado en el socialismo. Pero en el capitalismo, es un hombre de éxito. Una persona que rechaza cualquier responsabilidad en su ámbito laboral o ciudadano y ni siquiera se muestra en el rol de opositor al sistema, si la vida da la vuelta, reaparece en el capitalismo como gerente o como político. Los liderazgos y las capacidades no se revelan con claridad mientras no son necesarias, mientras no son reclamadas, o sencillamente, mientras no acoplan lo que tienen de  individual y de colectivo. Uno de los artículos más leídos de 2012 intenta ofrecer otra imagen de la estadista alemana Ángela Markel. Su título funciona: “Ángela fue unachica divertida”. Pero el texto está muy lejos de demostrarlo. En todo caso, “chica divertida” suena al “be stupid” de la campaña publicitaria que promueve la ropa juvenil Diesel. “Ser irreverente”, “ser loco”, o practicar el “desacato a la autoridad” como diversión, es la manera en que el mercado desvía la rebeldía juvenil hacia la anti-rebeldía. Por eso el autor, J. J. Aznarez, utiliza un vocablo de moda, despojado de connotaciones ideológicas: la Merkel fue okupa, así, con k, en la Alemania socialista. Y hasta suena gracioso. Pero su mínimo desacato, como su mínima ternura en los desayunos con su esposo, descritos por J. J. Aznarez, son intrascendentes. En su introspección, en su búsqueda de lugar, se expresaba la ausencia de rebeldía, el acomodamiento fundacional de un conservador, lo que después la llevaría a ser una imprevista líder de derechas. La Markel, nunca hizo “locuras” en el sentido trascendente de la palabra. “¿Cuál fue la principal ilegalidad de Merkel en la capital? –pregunta J. J. Aznarez, y responde–: No registrar su nuevo domicilio en la comisaría de policía como es preceptivo. No hubo muchas más. ‘Transferí normalmente el alquiler a la Administración municipal de vivienda. Por aquel entonces, cualquier dinero era bienvenido’. No tuvo mucho durante sus 35 primeros años de vida en la República Democrática Alemana, donde dedicó más tiempo al ganchillo que al activismo anticomunista y la rebeldía antisistema [aquí antisistema significa, paradójicamente, pro-capitalista]. Durante la histórica jornada del derrumbe, la hija del párroco respetó su tonificante sauna diaria, y solo al anochecer se acercó al Berlín libre. ‘Llamé a mi madre para recordarle el pacto que hicimos: iríamos al hotel Kempinskin a comer ostras’, contó al New York Times”. Lo histórico se reduce a lo pequeño superfluo: “ir a comer ostras”. Ninguna otra preocupación, ninguna otra alegría. Cuando seguramente decían todos que ya la Merkel era lo que sería, con 35 años, emerge la líder. Hasta ese momento había sido miembro –no diré militante, lo que sería un exceso– de la Juventud Libre Alemana (comunista), pero se me dirá con razón que todo joven de entonces lo fue, estudiante de pregrado en Física y de doctorado en Química Cuántica de la Universidad de Leipzig –dicen que obtenía notas brillantes en las ciencias puras y notas mediocres en las ciencias sociales, y que publicó sus resultados académicos para mostrar a los electores alemanes su poco entendimiento del socialismo–, e investigadora de la Academia de Ciencias de la República Democrática Alemana, desde 1978 hasta que entró abruptamente a la política post-socialista. Después de comer ostras en 1989, se reveló su vocación.  En 1990 ya era ministra.  Pero J. J. Aznarez abunda en su tesis: “En sus años errabundos, la chica del Este vestía vaqueros Levi’s, y trabajó de camarera en una discoteca. Recibía un extra por cada consumición: una especie de descorche simpático, sin malicia. Debió de ser pizpireta y repartir sonrisas a destajo, pues el sobresueldo casi igualaba su salario mensual, según sus confidencias a Patricia Lessnerkrausen, recogidas en el libro Merkel. Poder y política. Salía de marcha. ‘Era una chica alegre y le gustaba bailar’”. De cambiar el mundo, nada. Ni siquiera de cambiarlo a la derecha. La Merkel era todo lo conservadora, todo lo poco divertida, todo lo voluntariosa y dominante que la derecha alemana necesitaba. En fin, de cualquier manera, ahora es una estrella, y debe ser lo que parece: como toda mercancía su capacidad de máxima gerente se vende envuelta en una imagen que debe respetar. Quizás es así, dura y pragmática como la Tatcher, con quien la comparan no muy halagüeñamente, quizás no. Pero una imagen política es una imagen. Incluso cuando se permite “ciertas” ligerezas o comete algún descuido, que los paparazzis del sistema aprovechan, su imagen emerge incólume ante lo extraordinario o grotesco del suceso. Porque lo importante no parece ser que las exigencias económicas de la nueva Dama de Acero lleven a millones de seres humanos de los países europeos periféricos –léase a España, a Grecia, a Portugal–, a la desesperación, sino la manera en que se preocupa del esposo, o quizás, para otros, el escote atrevido de una noche especial o la sorpresa impúdica de hallarla a medio vestir. Que no se nos pase gato por liebre. ¿Rebelde?, sí, frente a la Rebeldía, ¿divertida?, tengo otro concepto de la palabra diversión. Pero la Merkel tendrá asuntos más graves por los que responder.

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