domingo, 8 de julio de 2012

Paraguay, democracia falsificada

Frei Betto
¿Usted compraría güisqui o un bolso Louis Vuitton contrabandeados del Paraguay? Seguro que desconfiaría de su calidad. Pues eso vale también para la “nueva democracia” impuesta por el golpe que derribó al presidente Fernando Lugo.
El país fue gobernado durante 61 años por el Partido Colorado, al que pertenecía el general Stroessner, y al que está afiliado también el actual presidente golpista, Federico Franco. Después de 35 años bajo la dictadura de Stroessner el pueblo paraguayo eligió a Lugo presidente en abril del 2008. Estaba yo en Asunción y lo acompañé a votar. Había
esperanza de que el país, rescatado para la democracia, habría de reducir la desigualdad social.
El nuevo gobierno se volvió vulnerable al no cumplir importantes promesas de campaña, como la reforma agraria, y distanciarse de los movimientos sociales. El 20 % de los propietarios rurales del país son dueños del 80 % de las tierras. Hay que incluir en la cuota a los “brasilguayos”, terratenientes que expulsaron a pequeños agricultores de sus tierras para expandir allí sus latifundios.
Falló después al aprobar la ley antiterrorista y la militarización del norte del país, desarticulando los liderazgos de campesinos y criminalizando a los movimientos sociales. Tampoco supo depurar el aparato policial, herencia maldita de Stroessner.
En juicio sumario, el 22 de junio el Congreso destituyó a Lugo, sin permitirle un amplio derecho de defensa. Es el llamado “golpe constitucional”, adoptado por los EE.UU. en Honduras, y ahora en el Paraguay. A la Casa Blanca le preocupa el progresivo número de países latinoamericanos gobernados por líderes identificados con los anhelos
populares e incómodos para los intereses de la oligarquía.
Al contrario de Zelaya en Honduras, Lugo ni siquiera pensó, al ser apartado, en convocar a los movimientos sociales para presentar resistencia, aunque contase con la solidaridad unánime de los gobiernos de la UNASUR.
Es el segundo sacerdote católico elegido presidente de un país en el continente americano. El primero fue Jean-Bertrand Aristide, que gobernó Haití en 1991, de 1994 a 1996, y del 2000 al 2004. Ambos decepcionaron a sus bases de apoyo. No supieron llevar a la práctica el discurso de la “opción por los pobres”. Dubitativos delante de las élites, a las que hicieron importantes concesiones, no confiaron en las organizaciones
populares.
Los obispos paraguayos apoyaron la destitución de Lugo. Y el Vaticano los respaldó. Lo cual no sorprende a quien conoce la historia de la Iglesia Católica del Paraguay y su complicidad con la dictadura de Stroessner, cuando los campesinos eran masacrados y los opositores políticos torturados, exiliados y asesinados.
La lógica institucional de la Iglesia Católica juzga como positivo a un gobierno que la favorezca, y no que favorezca al pueblo. Exactamente lo contrario de lo que enseña el Evangelio, para el cual el derecho de los pobres es el criterio prioritario al evaluar cualquier ejercicio de poder.
La caída de Zelaya y de Lugo demuestra que la política intervencionista de los EE.UU. continúa. Ahora con una nueva modalidad: valiéndose de artimañas legales para promover juicios sumarios. Aunque la última tentativa de golpe, en el 2002, al presidente Chávez, de Venezuela, no dio resultado. Al contrario, toda la América Latina reaccionó en defensa de la legalidad y la democracia.
De todo esto les queda una importante lección a los gobiernos progresistas de Brasil, Argentina, Venezuela, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, y a los vacilantes como El Salvador y Perú. Elección no es revolución. Cambian los dirigentes pero no la naturaleza del poder ni el carácter del Estado. Ni suprime la lucha de clases. Por tanto hay que asegurar la gobernabilidad en el torbellino de esa paradoja. ¿Cómo hacerlo?
Hay dos caminos: a través de alianzas y concesiones a las fuerzas oligárquicas o mediante la movilización de los movimientos sociales y la implantación de políticas que se traduzcan en cambios estructurales.
La primera opción es más seductora para el elegido, aunque más fácil de quedar vulnerable a la “mosca azul” y acabar cooptado por las mismas fuerzas políticas y económicas anteriormente identificadas como enemigas. La segunda vía es más estrecha y ardua, pero presenta la ventaja de democratizar el poder y convertir a los movimientos sociales en sujetos políticos.
La primavera democrática en que vive América Latina puede transformarse dentro de poco en un largo invierno, en caso de que los gobiernos progresistas y sus instituciones como UNASUR, MERCOSUR y ALBA no se convenzan de que fuera del pueblo movilizado y organizado no hay salvación. (Traducción de J.L.Burguet)

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